viernes, 8 de marzo de 2013

De mujeres rotas



















                                                                 A Emilia, para que siempre haga oír su voz.

La anécdota cuenta que una madre intentó saciar la curiosidad de su hija, de tan sólo siete años, sobre las razones por las cuáles la humanidad habla tan vasta diversidad de idiomas y dialectos y no una única lengua común. Así entonces la mamá le explicó que los hombres –en los inicios de la Historia– habitaban en un territorio reducido, casi inexplorado; que como eran pocos les bastaban unas escasas señales para comunicarse entre sí, pero que a medida que los hombres comenzaron a reproducirse, las necesidades –al principio– y la curiosidad –después, los obligaron a echarse a andar; de esa manera empezaron  a alejarse unos de otros y a extenderse por el planeta. Y que eso conllevó inevitablemente a que los hombres debieron desarrollar nuevas y más precisas formas de comunicación, nuevos sonidos, nuevos lenguajes, etc. La pequeña, entonces, hizo una mueca de desconcierto, miró a su mamá y le preguntó “¿Y las mujeres no hablaban?”. La madre, paradójicamente, una mujer occidental, contemporánea y dedicada al mundo de las letras, le explicó –no sin algo de culpa– que la Historia cuenta que si bien las mujeres también hablaban, durante muchas épocas y por largos períodos a sus voces no se las había dejado oír. Y que aún hoy, en los albores del siglo XXI, en muchos más sitios de los que uno podría imaginar, las mujeres todavía se ven obligadas a silenciar sus palabras o a exponer su propia vida para intentar ser oídas.

A las 5 de la tarde, la película de la joven directora iraní Samira Makhmalbaf (La manzana, Pizarrones), pinta un inteligente y emotivo fresco, y nos invita a escrutar con ojos atentos los avances y retrocesos de esa lucha que aun debemos seguir librando las mujeres –con mayores o menores recursos a nuestro alcance– para que la historia de la humanidad no sea la de “el hombre”, sino la de “las mujeres y los hombres”.
Filmada íntegramente en la desvastada ciudad de Kabul y sus alrededores, A las 5 de la tarde toma prestados el tono elegíaco y los versos del español Federico García Lorca (del poema “La cogida y la muerte”, de su Romancero gitano) como el lei motiv que atraviesa el film desde el inicio hasta el final del relato, y que se representa en la misma escena que se repite, como un círculo predestinado y maldito, en el primero y en el último plano. Si bien esa estructura circular que posee la película pareciera sugerir que estamos frente a un circuito perverso, se pueden desglosar, a su vez, otros varios recursos cinematográficos que su directora utiliza, tanto en la puesta de cámara como en la puesta en escena, y que inclinan más la balanza en el sentido de otorgarle una tregua al destino que en condenarlo a la repetición.
La historia del film se centra en un determinado momento en la vida de dos mujeres afganas que viven entre las ruinas de una ciudad arrasada por una guerra, en donde la violencia, la represión, la miseria, el dolor, y la muerte son las excoriaciones expuestas de una herida que se resiste a cicatrizar. Ambas están delineadas como el estereotipo del modelo social que representan. Una de ellas es la madre de un moribundo bebé al que no puede amamantar como consecuencia de su estado de inanición; la otra es una joven con aspiraciones intelectuales que debe armar una pantomima para evitar que su padre descubra que concurre a la escuela a estudiar, pues alberga la ilusión de llegar a ser presidenta de su país algún día. La película oscila entre dos extremos de modelos de mujer, que no son más que el producto de dos modelos sociales y de dos puntas generacionales en las que se ponen en juego la ancestral puja entre la tradición y la modernidad. Estos dos estereotipos, el de la mujer que está sesgada y confinada a lo doméstico, por un lado, y el de la que busca en el conocimiento una forma de salvación, de trascendencia y, a la vez, un camino hacia la vida pública que le permita romper el círculo, (sobre)viven en el escenario de una de las regiones menos desarrolladas del mundo.
Todas estas apreciaciones se revelan a los ojos del espectador en la suma de ciertos detalles que sólo la destreza de una directora sensible y con una mirada entrenada puede reunir. Así es como se pueden hallar algunas escenas –de indubitable belleza- en las que las mujeres atraviesan oscuros pasajes más allá de los cuales se vislumbra la luz, u otras en donde el simple gesto de cambiarse un par de zapatos o cerrar un paraguas son los síntomas de un deseo que puja por salir de las sombras.

Con una gran vinculación con Kandahar, la película que el reconocido director iraní Mohsen Makhmalbaf (padre de Samira) filmó sobre el Afganistán del régimen talibán, A las 5 de la tarde no se queda en el registro documental o de denuncia, sino que va un poco más allá y tensa los hilos de la ética y la estética para dar como resultado una obra plagada de poesía, que no sólo se manifiesta en la elección de los versos lorquianos, sino también en el despliegue de unas imágenes que buscan echarle un dejo de luz y sonido a ese silencio oscuro que persiste anquilosado en la historia de hombres y mujeres desde tiempos inmemorables.




jueves, 7 de febrero de 2013

MacGuffin




Siempre es difícil volver. Algo de la conexión entre la distancia, el tiempo y el grado de dificultad para recorrerlos se pone en juego a la hora de decidir un regreso. Una especie de relación directamente proporcional los vincula. Cuanto más lejos estamos, más nos cuesta desandar un camino para llegar al punto en que se abandonó el otro. Sin embargo, lo más arduo quizás no sea emprender el retorno, sino encontrar la motivación que nos incite a echar la vista atrás y encarar el tan dificultoso primer paso. A veces solo se necesita una pequeña excusa, un pretexto ínfimo, eso que en el cine Hitchcock denominó el MacGuffin y cuya función es tan útil como sencilla: mover la trama, hacer avanzar la historia sin ningún otro motivo que ese, el de mantener constante el movimiento hacia adelante. El sentido real del MacGuffin no importa sino en cuanto sirve como excusa para otra cosa. 

Mi excusa para salir de la inercia a la que había sometido a este espacio, que surgió hace dos años y cuya principal motivación era (y es) escribir sobre los libros que leo, se me cruzó –literalmente– en el camino hace apenas unos días mientras corría con un amigo. «¿Tu comentario sobre ese libro está en tu blog?» –me preguntó sin saber que esa frase se convertiría en el MacGuffin de esta nota y en el motor inicial de mi retorno al blog.

Nueve meses pasaron desde la última entrada. Nueve meses de lecturas sin descanso, algunas tímidas y desinteresadas, la mayoría apasionadas e intensas. De ninguna de ellas he dejado nada por escrito. Aun así estos nueve meses de improductividad bloggera han sido fecundos para mi escritura. Avanzo con paso sigiloso pero seguro sobre el último tramo del proceso de gestación de una novela, esa que llevo dando vueltas en mi cabeza desde hace años y que hoy se escribe en su propia piel. He tenido que elegir para poder hacer foco. Y en la elección, el blog llevó las de perder. Que valga entonces la promesa de mi libro como excusa por los nueve meses de este lánguido abandono del que otra simple excusa ha logrado sacarme y obligado a poner en palabras la pasión que me generó la lectura del último libro de Nicole Krauss: La gran casa. 
Debí haber escrito sobre esta novela hace un par de semanas cuando la devoré sin respiro ni piedad alguna por mi entorno. Pero los momentos a veces no hacen a las ocasiones y hoy me encuentro frente a los retazos que mi memoria conserva de la historia que leí. Sin embargo, y como se trata en definitiva de encontrar una excusa para volver, nada más apropiado entonces que recomendar la lectura de un libro que se construye sobre la base de un gran MacGuffin. 
Un viejo escritorio, que pudo haber pertenecido a García Lorca, atraviesa las historias de cuatro personajes en distintas épocas y tres ciudades (Nueva York, Londres y Jerusalém). El mueble pasa por la vida de cada uno de ellos, ya por su presencia como por su ausencia, y se convierte en el hilo conductor, en la excusa para indagar en unas historias muy distintas entre sí pero íntimamente ligadas por las mismas búsquedas existenciales. La re afirmación de la identidad, la conservación de la memoria, la finitud de la existencia, la trascendencia de los lazos afectivos, el verdadero sentido de la escritura. Los temas se despliegan en cada uno relatos y la voz de cada uno de los personajes intenta encontrar sus propias respuestas a esas diatribas que necesariamente exceden lo particular para expandirse a lo general, a eso que nos agrupa a todos: la condición humana. Detenerse en los pormenores del escritorio, el MacGuffin de esta novela, sería perder el foco y no ver el conjunto. La gran casa es una obra magnánima que toca niveles de profundidad poco usuales. En esos pliegues se halla el real sentido de esta historia, animarse a hundirse en ellos es el desafío que plantea su lectura. Y del que es imposible salir indemne. 

Siempre es difícil volver, solo hay que encontrar una excusa.

Gracias a LM por haberme dado una.






martes, 24 de abril de 2012

Confieso que he leído



Mi relación con la literatura podría decirse que es casi carnal.  Se remonta a mis 3 o 4 años cuando mi mamá me llevaba al supermercado y yo la acompañaba entusiasmada porque sabía que al final, después de cargar el carrito con la comida, ella cumplía con la promesa y me dejaba elegir un libro de unos estantes que estaban más allá de las góndolas. Logré llenar tres cajones completos de un viejo mueble con esos libros cargados de historias que solo cobraban vida a través de su voz. Esa primera biblioteca sufrió la misma suerte que la de Alejandría cuando mi hermana –dos años menor que yo– alcanzó la altura de los cajones y con una algarabía salvaje rompió con sus manos cada uno de mis libros. Me repuse de la pérdida en cuanto empecé a devorar –ya por mi propia cuenta– la biblioteca de mis padres. Todavía recuerdo ese orden que yo alteraba sin permiso y a veces hasta a escondidas. El lomo de cuero con la letras doradas de los rusos: Dostoievski, Tolstoi, Pushkin, Nabokov, una edición casera y tipeada a mano de El jardín de los cerezos. La pintura que ilustraba la tapa dura de ese Tiro de gracia de Yourcenar que dio directo en mi corazón. Un mundo feliz, El hombre ilustrado, Crónicas Marcianas, Farenheit pusieron al revés mi mirada del mundo. Esa primera edición de Sudamericana de Cien años de soledad, Desde el jardín, uno de Pío Baroja cuyo título ya no recuerdo. Conversación en la Catedral,  Pantaleón y las visitadoras y La tía Julia me hicieron amar a Vargas Llosa tanto como desear convertirme en “escribidora”. El extranjero de Camus con las tapas color bordó o ¿era La Peste el de esa edición? Algún Balzac en esas modestas ediciones de Bruguera. El siglo de las luces de Carpentier,  Kundera y su Levedad. La apología de Sócrates acompasó un largo viaje en micro a Bariloche. 20 Poemas de amor y una canción desesperada me enseñaron a metaforizar mis primeros escarceos en el amor.  Uno cuyo título me apenaba pero me ayudó a entender de qué hablaba mi papá cuando hablaba de correr: La soledad del corredor de fondo. La ingenua infidelidad de Madame Bovary, y la irremediable Condición humana de Malraux.
Esa biblioteca que no era mía dibujó la primera cartografía de esto que soy hoy. Los libros han marcado siempre un recorrido en la evolución de mis pensamientos. No puedo sentir más que gratitud por ellos y por todos esos escritores que ensayaron respuestas al misterio de la existencia al tejer historias en cada una de esas páginas de las que me apropié en una casi instintiva necesidad de explicarme la propia.
Aprovecho este somero homenaje a los libros en su día para confesar públicamente que sí les he robado algunos a mis padres y que seguiré negándolo cada vez que se paren frente a mi biblioteca para tratar de encontrarlos. Que la historia me juzgue.


lunes, 30 de enero de 2012

Segundas vidas


"Cada estación de aquel año le parecía una vida eterna. Una vida de otoño, el esmalte de la escarcha sobre el dorado de las hojas secas. Una vida de invierno, la lámpara de petróleo en la ventana, una lucecita en medio de la nevada. Una vida de primavera, las noches en que las aguas lamían los viejos escalones de madera... Y una vida de verano, la casa flotando sobre las ondas azuladas de las hierbas y las flores. Mucho tiempo después, Volski recordaría aquella eternidad lenta, muy lenta e íntima, uno solo de cuyos días podía cicatrizar todas las heridas de su destrozada vida". Vida de un desconocido, Andreï Makine


No me gusta Borges. Así pensé que debía empezar este post cuando comencé a pensar en él una tarde de lluvia copiosa en un balneario de la costa australiana, bien lejos de la posibilidad de sentarme a escribirlo. "No me gusta Borges" me pareció, sin embargo, una frase demasiado provocadora para convertirse en el comienzo de una nota en un blog de libros. Provocadora en la medida en que era (es) políticamente incorrecta, fuera de cualquier canon literario. Aun así pensé que no era del todo desacertada porque sí era (es) del todo sincera, y no deja además de ser una mera apreciación personal. La novela que terminaba de leer esa tarde opaca y húmeda, en un sitio que –vaya paradoja- se llama Sunshine Coast, despabiló –por efecto de oposición- esa idea “pecaminosa” con la que convivo en silencio desde hace años.
Las palabras  se agolparon en mi cabeza con la misma inclemencia con que la lluvia machacaba el techo de la habitación del hotel. La prosa que el escritor ruso/francés Andreï Makine despliega en Vida de un desconocido había vuelto a desatar esa tormenta que se produce en mi interior cuando navego por las aguas de un buen libro. Un torbellino de imágenes y pensamientos se dibuja en mi cabeza y despierta mis sentidos, como si la lectura no fuera solo un ejercicio del intelecto, sino también una vívida experiencia del cuerpo.

Pero, ¿por qué pensé en Borges esa tarde en que empecé a escribir mentalmente lo que quería decir sobre la novela de Makine? La respuesta es simple y recurrente. Porque la escritura de Borges -a diferencia de la de Makine y la de tantos otros- no me produce nada, porque yo paso por sus cuentos pero ellos no pasan por mí. No pongo en tela de juicio sus dotes literarios ni la importancia de su obra, simplemente digo que no me gusta, que nunca me pasa nada cuando lo leo, que su prosa no me atraviesa, aun cuando pueda descubrir en ella mucha inteligencia y destreza. Me despierta lo mismo que la lectura de unas minuciosas instrucciones para el armado de una máquina, la idea de que alguien ha sabido inventar algo muy bien. Nada más, nada menos. 

Los canones deberían existir solo para ser derribados, desmentidos una y otra vez. Andreï Makine es en la Argentina un escritor casi desconocido, no debe figurar en el canon de ningún crítico literario ni de ningún lector por más prolífero que éste sea. Nadie habla de sus novelas, nadie lo invita a la Feria del Libro ni a los festivales o encuentros literarios, pese a que los prestigiosos premios que ha recibido son carta de presentación más que suficiente. La anécdota de cómo su libro llegó a mis manos es la mejor ilustración de esto que afirmo. Encontré Vida de un desconocido (y Réquiem por el Este, novela que todavía no leí) en una librería de viejos y usados. Casualmente ambos libros estaban sin abrir, o sea, sin leer. Habían sido vendidos –me contó la dueña– por un periodista a quien la editorial le había hecho llegar los ejemplares para que los comentara o reseñara en el medio para el que trabajaba; sin mucha suerte, por lo visto… Pocos saben lo que se pierden. 

Hace un tiempo escribí en este blog sobre otra de sus novelas, La mujer que esperabahttp://librosbookslivres.blogspot.com/2011/06/en-busca-del-tiempo-perdido.html, allí conté que Makine nació en Siberia (ex URSS), que a los treinta años se exiló en Francia, y que el francés en el que escribe no es para él una lengua adoptiva -como algunos creen-, sino su lengua materna.
Vida de un desconocido es el tercer libro de su autoría que leo. Cada uno de ellos ha desatado en mí la tormenta. Su escritura es intensa, sabrosa, plagada de matices y sutilezas; cada frase está cargada de poesía, de un lirismo que cautiva e hipnotiza como un narcótico. Makine narra historias potentes, desgarradoras y bellas a la vez, capaces de dejar al descubierto tanto la fragilidad de lo humano como su entereza. La cadencia de sus palabras logra bañar con luz el pensamiento más sórdido, el acontecimiento más oscuro, la herida más profunda. Su universo está hecho de personajes que intentan olvidar para salvarse del acecho mordaz de la memoria. Makine los reconstruye y les pone voz en un ejercicio de fina dialéctica, porque sabe que el olvido está necesariamente hecho de retazos de recuerdos que golpean en la memoria como olas contra una escollera. 
Vida de un desconocido narra la experiencia de Shútov, un escritor ruso exiliado en París que decide regresar a San Petersburgo con la ilusión de reencontrar el gran amor de su juventud, ese al que evoca una y otra vez a través de un viejo relato de Chéjov en el que dos enamorados bajan juntos en trineo por una ladera nevada. El viaje a ese pasado que el tiempo ha vuelto incierto,  sorprende a Shútov con un presente que nada guarda del espíritu de lo que él recuerda. Y lejos de revivir su amor añorado, termina por devolverle la voz a  un hombre al que el horror de la Historia se la ha silenciado. Volski es un anciano que carga sobre su cuerpo lacerado las huellas de una época siniestra, la del stalinismo más sangriento, la del cerco a Leningrado, la de los gulags, la del oprobio, un tiempo que ha sepultado la dignidad humana bajo escombros. Shútov restablece algo de ese orden perdido al dejar hablar a Volski, cuya propia historia de amor, a su vez, conserva el espíritu de lo que para Shútov guardaba ese relato de Chéjov, la de un hombre que en el medio de la guerra podía todavía levantar su vista al cielo para comunicarse con la mujer a la que amaba, para salvarla del olvido, para salvarse del espanto.  



"Leer una novela significa entender un mundo a través de una lógica no cartesiana",  dice el escritor Orhan Pamuk en su reciente ensayo El novelista ingenuo y sentimental, darnos cuenta de que no hay un solo centro sino muchos conviviendo juntos en los relatos, tal como ocurre en la vida. No obstante, leemos las novelas con la esperanza de hallarlo entre sus páginas, ansiamos encontrar una lógica que explique los acontecimientos, la misma que desearíamos hallar en la realidad para entenderla. Los buenos libros son aquellos que nos hacen creer que hay una explicación posible y a la vez nos demuestran que no la hay. Juegan con nuestro impulso por comprender y a la vez con nuestra negativa a pensar que hay una sola una explicación válida para la existencia, nos muestran y nos esconden el centro.
De esta inmensa complejidad están construidas las grandes novelas, esas segundas vidas que -a veces en nuestra bella ingenuidad- llegan a parecernos más reales que la realidad. La escritura de Makine posee esa condición, la saber de nombrar las cosas por primera vez, la de desmentir lo consabido, la de ilusionarnos con que podemos encontrar un centro, la de digitar las corrientes que desatan la tormenta que late en mí.










lunes, 21 de noviembre de 2011

La (re) búsqueda de la felicidad



"El hallazgo de un objeto es en realidad su redescumbrimiento". S. Freud

Para comentar la última  novela de la norteamericana Siri Hustvedt, El verano sin hombres, necesito hablar de cine. Me permito entonces esta pequeña digresión, ya se entenderá el porqué.

Hubo una época en que yo estaba convencida de que las buenas películas se podían distinguir a priori por el sello de su lugar de origen. Europa era la marca que señalaba el material de culto a diferencia de todo aquél que provenía de Hollywood, que inmediatamente era calificado de mero entretenimiento de feria, en especial si se insertaba en el género de la comedia. Mi apreciación, falaz y oblicua, no era el resultado de una minuciosa elaboración propia, sino el prejuicio formado e inducido por años de lecturas academicistas y conversaciones en círculos que fijaban (y fijan) ciertos parámetros de intelectualidad de muy corto alcance. Algunas enseñanzas posteriores y la posibilidad de abrir mi mente (una actividad que, a contrario de lo que se piensa, es más propia de la edad adulta que de la juventud) a experiencias cinéfilas sin valoraciones inducidas me brindaron la oportunidad de contrastar ese prejuicio con una serie de películas que destilan tanta o más inteligencia que aquellas cuya meta explícita es la de impresionar al espectador con el tratamiento “serio” de temas “importantes”.

Dicen que la comedia es el resultado de imprimirle la variable “tiempo” a la tragedia. Yo le agregaría una más: “distancia”.  Una ecuación que solo los grandes artistas saben despejar bien. Los directores del cine clásico de Hollywood comprendieron este proceso y se dedicaron a filmar, entre los años 30 y 40, un conjunto de películas (screwball comedies) que hacían foco en el matrimonio. Son historias de parejas que, luego de atravesar la instancia de la separación o el divorcio, deciden recomponer la vida en común pero a partir de un lugar distinto. El impulso de la trama es conseguir que la pareja se (re)una, que se una otra vez. El tono es el propio de la comedia de enredos y bajo su aparente superficialidad subyace un universo de gran complejidad, lleno de matices. Este reencuentro de la pareja no se da de manera solemne, no requiere de certezas ni promesas eternas, no se plantea el amor como un estado ideal que puede sustraerse de una realidad contrariada por naturaleza. El sentido de estas comedias es desacralizar el matrimonio sin necesidad de menospreciarlo o invalidarlo, sino simplemente revistiéndolo de humanismo y de autoconciencia. No hay en estas películas bodas, padrinos ni testigos, se confía en que la pareja encuentra la felicidad sola, improvisando un mundo íntimo más allá de las ceremonias. “No se trata de empezar de cero, sino de empezar de nuevo, de retomar el hilo… Los protagonistas aceptan la percepción soterrada de que el matrimonio requiere su propia prueba, de que nada puede demostrar su validez desde fuera; y su comicidad consiste en sus tentativas de entender, quizá de subvertir, de librarse de la necesidad del salto inicial, de pasar directamente a un estado de reafirmación”. Algo así como aprender a “hacer la vista gorda” para poder seguir adelante, pero con plena conciencia de ello, claro.
La cita corresponde a las palabras del filósofo y catedrático norteamericano Stanley Cavell, quien dedicó un libro (La búsqueda de la felicidad, editorial Paidós) y varias conferencias al estudio de este género cinematográfico.


Siri Hustvedt, que ha visto varias screwball comedies y leído a Cavell, elige pararse en este lugar para desarrollar desde allí su relato. A diferencia de sus novelas anteriores, acá no prima la tragedia aun cuando la historia posee ribetes indudablemente dramáticos. Husvedt toma, al narrar, una decisión que no es solo estética, sino también ética. Ante la pregunta: ¿de qué manera contar la historia de una mujer (Mia) en sus cincuenta que recién sale de un psiquiátrico en donde debió ser internada como consecuencia de la crisis que le produjo el abandono de su marido (Boris) por una mujer más joven?, la respuesta de la escritora es –en total concordancia con su personaje– con humor, con distancia, con autoconciencia. Cualquier otro escritor poco avezado tomaría el camino más corto, el de la tragedia, porque eso es lo que se ciñe sobre el personaje. Pararse frente a un drama y reírse de él sin caer en la burla ni en el humor negro, requiere de inteligencia; hacerlo, además, desde un género que es privativo del cine implica dominar las reglas de un lenguaje ajeno al literario para poder transpolarlo.
Hustvedt lo sabe y no lo esconde, muestra las armas con las que sale al ruedo desde el principio. La novela está plagada de estas señales. La cita inicial es un extracto de un diálogo de la película La pícara puritana, de Leo McCarey; los personajes entran al cine a ver una proyección de otra screwball comedyLo que sucedió aquella noche, de Frank Capra; el apodo con el que la protagonista decide nombrar a la nueva novia de su ex es “Pausa”; en varios capítulos hay pequeños inserts de dibujos a modo de story board; el capítulo final termina con un cartel que reza “Fundido en negro”. Y así como en las películas de screwball comedy, aquí también hay guiños autoconscientes hacia el espectador, Hustvedt juega a confundir por momentos al personaje –que narra en primera persona– con la propia escritora, algunos puntos en común con su vida privada se pueden descubrir como intencionales, hay una cita incluso a su propio marido (el escritor Paul Auster) al hablar de “suena la música del azar, como lo ha expresado un eminente novelista norteamericano”. Pero el universo intelectual que atraviesa este relato no solo remite al cine, hay referencias cruzadas a la filosofía, a la literatura, al psicoanálisis, hasta a la anatomía del clítoris.
Si se piensa que el cine es la sumatoria de movimiento más tiempo, se comprende entonces que la autora haya elegido insertar su novela dentro de un género que es netamente fílmico (si bien se rastrea su origen en la comedia romántica shakesperiana), pues ¿qué otra cosa se necesita sino tiempo para poder reírse de una situación dramática (y para perdonar  a un cónyuge infiel)? 

El verano sin hombres es una novela con un final previsible, como lo son todas las screwball comedies. El lector sabe desde el comienzo que los personajes van a volver a estar juntos, que Boris va a terminar con la “Pausa” que le puso a su vida con Mia y Mia va a aceptar las torpes disculpas de Boris no sin antes montar la escena de esposa despechada que quiere que la seduzcan. Sin embargo, ello no impide disfrutar del proceso de un movimiento que se percibe como lineal pero no lo es, por el contrario, se pliega sobre sí mismo antes de volver a surgir, porque en definitiva de lo que se trata no es de corregir un error, sino de cambiar la perspectiva sobre la experiencia. Porque tal como señaló Hegel: los hechos y los personajes de la historia ocurren dos veces, a lo que Marx agregó: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa.
  De aprender a reírnos en la segunda va la cuestión.



viernes, 18 de noviembre de 2011

To be or no to be


Hoy hablé con alguien que me dijo, textual: "En los blogs, si no estás escribiendo todo el tiempo, no te lee nadie, no existís".
“Ja ja –me reí para mis adentros– éste me habla tan a la ligera porque no sabe que tengo un blog”.

Volví a mi casa con esa frase taladrándome la cabeza como una guillotina presta a caer sobre mi cuello, intenté terminar la nota que estoy escribiendo desde hace dos días sobre el último libro de Siri Hustvedt, pero no pude. Es un hecho. La escritura es para mí un ritual que necesita su tiempo de maduración. La velocidad, la urgencia no se llevan bien con las palabras y los pensamientos. No creo que uno deba lanzarse a decir cualquier cosa simplemente porque los medios actuales, como los blogs, lo permiten.  Abogo por una escritura responsable, reflexiva, creativa y disparadora de ideas. Que hable quien tenga algo interesante para decir y sino que calle.    

Dicho esto, me voy a la presentación de la novela del escritor Eduardo Berti, galardonada con el premio Planeta 2011, El país imaginado.

Y le hago “oleee” a quien hoy me lanzó su apocalíptica sentencia.